(contra)memorias, por mario rabey


más de cuarenta años de construcción cultural de la Civilización, contra una Civilización que destruye y se destruye


contracultura es la reacción de las culturas

Otras historias

23. Un maestro: Don Valentín

Hay varias personas a las cuales estoy agradeciendo en estas (Contra)Memorias por lo que hicieron por mí a lo largo de mi vida.

Pero el agradecimiento más grande, por su contribución a mi desarrollo como ser humano, aunque también particularmente en lo que con­cierne al desarrollo de mi carrera de antropólogo, es hacia Valentín Pu­ca, quien me convirtió al biculturalismo. En una memorable mañana de agosto -el mes de la Pachamama- de 1977, me introdujo de una manera cariñosamente brusca en la cultura Coya. Yo había hecho un viaje, dirigido por Rodolfo Merlino, y junto con otro estudiante de antropología y hoy colega, José María Gerling. El viaje nos transportó, muy rápidamente, desde las llanuras del territo­rio normal de la Argentina hasta el escalón más alto de las altiplani­cies de la provincia de Jujuy.

En dos días, habíamos llegado a Mina Pirquitas, un poblado minero a más de cuatro mil metros de altitud. Allí, durante la noche, en pleno invierno, penetramos en el primer nivel de galerías para participar en un ritual al Tío, poderoso dueño de las profundi­dades y miembro, junto con la Pacha o Pachamama y Coquena, de la triada de seres potentes de la cosmovisión Coya.

Frí extremo, alcohol, trance y terror, con el culminante sacrificio de un toro, contra el cual se libró un com­bate ritual colectivo en las profundidades, fueron el preámbulo de mi caída, ya al día si­guiente, en el apunamiento. Esta es una enfermedad propia de las grandes alturas de la región, caracterizada por un pro­fundo y gene­ralizado malestar orgánico, con escasos sínto­mas diferenciables, entre los cuales un fortísimo dolor de cabeza y males­tar de estóma­go. Además, es un estado sumamente temido, especialmen­te por los visitantes de otras regiones, pero también por los pro­pios habitantes.

Cuando, al final de la senda transitable por vehículos automo­tores, descendimos del auto, comenzaron los que para mí fueron los cuatro kilómetros de caminata más penosos de mi vida, a lo largo de una pequeña quebrada donde se encontraba la casa principal de la familia (Merlino y Rabey 1979). Durante el recorrido, Don Valentín estuvo muy preocupado por mi estado.

Me hizo olfar varias veces jugo de inflorescen­cia fresca de pupusa (Wer­neria poposa), una de las plantas ca­racterísticas de la farma­copea nativa de puna alta (Rabey y Merlino 1985), sin conseguir más que un momen­táneo y demasiado suave alivio del mal. Al llegar a su casa, luego de in­dicarnos la habitación donde nos alojaríamos esos días, me lle­vó a un costado de la casa, iluminado por el sol, donde me dijo: "a usted lo agarró la Pacha". Recuerdo vívidamente que, en ese momen­to, mi angustia se acentuó.

Don Valentín, sin embargo, tenía una respuesta explicativa y práctica. "Usted no ha respetado a la Pachamama, no ha creído en ella”. Ante mi actitud perpleja, agregó: “cuando alguien falta el respeto a la Pacha, lo pilla [lo agarra]". Inmediatamente, hizo un pequeño hoyo en la tierra arenosa, sacó una bolsita con hojas de coca y me dijo: "vamos a pedirle a la Mamita que lo suelte". Invitándome a repetir sus gestos y sus palabras, me enseño los gestos básicos del ritual -y también comenzó mi inicia­ción en la cultura Coya, a través del culto a la Pachamama-:

"Pachamama, Santa Tierra, cusiya, cusiya,
protégeme, Pachamama,
no me pilles ..."

A los pocos minutos, me sentía perfectamente bien y estaba co­rriendo por los cerros, como si nada hubiera sucedido. En esos días, subimos hasta los 4.700 m de altura, donde se encuentra el puesto de pastoreo de estación seca de la familia (Rabey 1989b). Durante todo el viaje, no apareció ninguna señal de apunamiento, ni del asma que me azotaba des­de los quince años.

Un mes después, de regreso a Buenos Aires, la ex­traña sensación de la conversión a un culto indígena y de la cu­ra­ción por medios no occidentales que había tenido casi simultánea­men­te habían casi desaparecido. Sin embargo, mi historia posterior me mostró que había adquirido la capacidad de elegir -o acep­tar la elección- de la vía cul­tural adecuada -la coya o la "oc­ci­dental"- en cada bifurcación de mi camino profesional y personal.

Ninguna otra experiencia -y mucho menos ningún conjunto de in­formaciones- me hubiera provisto de un marco referencial más adecua­do para comprender la densa trama emocional en la cual se inscri­be, en términos concretos, el culto de la Pachamama. La terrible sensación de contacto con la muerte y la transición casi ins­tantánea entre el malestar más completo y el bienestar pleno me permi­tieron entender qué es lo que los coyas piden a la Pachamama, con­tra qué le piden que los proteja y en qué consisten las angustias y temores que constituyen el núcleo emocional de sus creencias y ri­tuales.

Ninguna aproximación clásica y objetivista -fuera ésta de raíz durkheimiana, marxis­ta o alguna combinación post/moderna de ambas- me hubiera permitido el nivel de comprensión que desencadenó en mí esta brusca incorpora­ción al mundo de la experiencia subjetiva Coya y, especialmente, de la eficacia simbólica de sus procedimientos.

Es curioso que, aun cuando esta experiencia hubiese quedado pro­fundamente anclada en mi memoria, recién quince años después comencé a reflexionar sobre la influencia que ejerció en mis primeros años de producción antropológica -entre 1979 y 1986-, en gran parte junto con Rodolfo Merlino.

Una obvia referencia a mi idea actual acerca de este proceso de comprensión es el que presenta Rosaldo (1988) en el primer capítulo de “Cultura y Verdad”, cuando relata cómo la muerte por accidente de su entonces mujer, mientras ambos caminaban por una senda montañosa en las Filipinas, le hizo entender el proceso de dolor que, según los Ilongot, los lleva a salir en expediciones de caza de cabezas. Mi caso parece un poco más agudo, por cuanto el tema que producía la emoción estaba directamente significado en términos de la cultura local. De todos modos, del mismo modo en que Rosaldo hubiera podido semantizar la muerte de su esposa en términos de una racionalización más occidental, yo hubiera podido racionalizar mi fuerte malestar en términos de explicaciones biológicas que conocía -el “mal de altura”-. Pero ello no me hubiera sido muy útil, porque no tenía medicina occidental a mano.

Bibliografía citada

Merlino, R. y M. A. Rabey, 1979 . El ciclo agrario-ritual en la puna argentina. Relaciones de la Sociedad Argentina de Antropología, 12: 47-70.

Merlino, R. J. y M. A. Rabey, 1985. Ecología cultural de la puna argentina: la estructura de los ecosistemas. Actas del IV Congreso Internacional de Camélidos Sudamericanos: 219-268.

Rabey, M. 1989. Are llama-herders in the south Central Andes true pastor­al­ists? En J. Clutton-Brock (ed.), The walking larder: pat­terns of pre­dation, pastoralism and domestication: 269-276. London: Unwin Hyman.

Rosaldo, R. 1988. Culture and truth: the remaking of social analysis. Boston: Beacon Press.

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Mario Rabey y Mario Rabey


Datos personales

Mi foto
El menor de los cuatro hijos de Benito Rabey y Dora Loyber, nací el 2 de abril de 1949. Trabajé desde los 16 años: asistente en un estudio jurídico (1966-1967), gerente de un grupo de industrias culturales –Manal, Mandioca, Mano Editora, Mambo Show- (1968-1970); artesano (1971-1972). Estudié Antropología en la Universidad de Buenos Aires (1972-1976); he sido docente e investigador universitario -desde ayudante de segunda hasta profesor titular, en diversas Universidades de Argentina y del extranjero, profesor de cursos de postgrado sobre ecología humana, evolución, multiculturalismo y estudios latinoamericanos, investigador científico , consultor en proyectos de organizaciones internacionales, nacionales, empresariales y sin fines de lucro. Formación Postdoctoral: Universidad de Texas en Austin - Comisión Fulbright (1990). Padre de cinco hijos: Pablo (34), Eva (32), Adriana (28), Lucía (26) y Nahuel (12).